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Desde que comenzo el operativo hay grandes cambios en la Avenida Avellaneda
La transformación más notoria para los habitués se observa en las veredas. El espacio público volvió a ser público, justamente. Se lucen los canteros y las vidrieras recobraron interés para los potenciales compradores. Ayer mismo una señora que pisaba los 70 paseaba a su perro en la mano par de Avellaneda al 3000, mientras que los chicos del colegio Schonthal (sobre Nazca al 500) podían trasladar sus mochilas-carrito sin necesidad de esquivar bolsas de ropa interior o anteojos de sol en el piso. Estas escenas no eran posibles, aseguran los vecinos. “No se podía caminar por acá, literalmente. Ni se podía cruzar tranquilo. Las esquinas estaban tomadas por los manteros y una mujer con cochecito tenía que desviarse inevitablemente para llegar a su casa”, relata Rubén, vecino de Flores. Por lo que cuenta, la liberación de calles benefició indirectamente a colegios, sinagogas y bares de la zona, además de los comerciantes, por supuesto.
Ellos son los grandes protagonistas de la avenida. Fueron los primeros en poner el grito en el cielo cuando denunciaron la competencia desleal y ahora son los primeros en celebrar los frutos del cambio. “Me aumentaron las ventas un 30 por ciento los días de semana y un 100% los sábados. Retornaron viejos clientes que habían dejado de venir por los robos”, cuenta Ricardo Martínez, dueño del local John Doe (Avellaneda al 2900) y presidente de la Asociación de Comerciantes Mayoristas de la Avenida Avellaneda (Acoma).
En la misma cuadra, un relato idéntico. Mauricio Saieg, de la firma Vago’s, dice que la gente está mejor predispuesta para caminar: “Muchos se sorprenden al conocer nuevos locales y entran a consultar precios con más frecuencia. Más allá de la economía en general, los sábados facturamos más. También volvieron en cantidad los micros del Interior a comprar mercadería”.
Los comerciantes coinciden en que si los clientes regresaron es porque se sienten más seguros. No es un detalle menor. Antes, en el medio de la aglomeración más propia de los recitales de rock que de un centro comercial, no faltaban los oportunistas que se quedaban con lo ajeno. “No me preguntes por qué, pero los martes era el día de las mecheras, los miércoles solía ser de los pungas y los sábados era sálvese quien pueda”, recuerda Daniel Iglesias, vicepresidente de Acoma.
A modo de prevención, Avellaneda tiene seguridad permanente de la Policía Metropolitana y la Federal. Desde que el fiscal general Luis Cevasco ordenó el operativo de desalojo, unos cinco o siete efectivos por cuadra impiden el regreso de los puesteros. Hablan entre ellos, caminan y responden sobre alguna calle desconocida, pero nunca dejan la zona. Los únicos vendedores callejeros que quedaron, la mayoría oriundos de Senegal, deambulan por las vías adyacentes como Bogotá, Aranguren o Nazca, lo cual ya han notificado las autoridades.
El tránsito también mejoró desde que no hay manteros. En una avenida de por sí congestionada, donde circulan tres líneas de colectivo (99, 134 y 172), la posibilidad de tener todos los carriles disponibles ya supone una gran ventaja. “Filmamos todo con un dron para mostrar que ya no sólo las veredas estaban tomadas sino el asfalto. Los manteros ponían sus autos en doble fila e incluso algunos abrían el baúl y vendían desde ahí”, señala Fabián Castillo, vocero de la Confederación Argentina de la Mediana Empresa. Iglesias agrega que en ocasiones quedaba un solo carril liberado y que cuando una ambulancia transitaba con la sirena iba a paso de hombre. “Ahora todo funciona como un barrio común, lo cual no es poco”, cierra.
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