Por el Papa, Flores está convulsionado.

El portón de la casa de la calle Membrillar 531, en la que el nuevo jefe de la Iglesia vivió de niño, ayer estuvo abierto para los curiosos. Ya no conserva la fisonomía de aquellos años y sus actuales propietarios no conocieron personalmente al nuevo papa, pero igual están emocionados. Arturo Blanco, el dueño de casa, fue seminarista, aunque no llegó a ser sacerdote. «Para mí, esto es importante, me emociona», dice.

En el barrio todos se conocen y, aunque hoy muchos se fueron, quedan las familias y los recuerdos. El lugar de encuentro era la plaza Herminia Brumana, a media cuadra de la casa en donde vivía Bergoglio. «Antes la costumbre era jugar en la vereda o en la plaza; no era como ahora», cuenta Marta Laera.

Ella recuerda a un Jorge estudioso, serio, que daba la impresión de ser muy responsable. Su esposo, Rafael Musolino, sonríe. «Yo lo conozco desde hace más de 50 años. Nos juntábamos a jugar a la pelota, pero él estaba casi siempre con los libros», afirma. Los esposos dicen estar felices con la noticia y que jamás se hubieran imaginado que aquel niño llegaría tan lejos.

Estudioso, honesto, humilde; tres características que los vecinos destacan. «Siempre fue de una vida muy austera. Es inteligente, estudioso y tiene una gran humildad», cuenta Osvaldo Velázquez, compañero del ahora papa en los partidos que se armaban en la plaza. Velázquez recuerda especialmente que, hace dos años, cuando su madre se enfermó Bergoglio fue a su casa a visitarla. «A veces, incluso, hacía misas para los amigos y conocidos cuando alguien lo necesitaba; eso habla de sus valores y de la gran persona que es», dice. Además, lo describe como una persona equilibrada. «Está lejos de los fanatismos», agrega.

«Venía hasta acá en colectivo o en subte, y él mismo se calentaba la comida», recuerda Susana Prestiani desde la puerta de la parroquia Santa Francisca Javier Cabrini, el lugar a donde el sacerdote acudía con asiduidad.